Comentario
Las relaciones entre los cristianos y los judíos de Castilla habían sido, en el transcurso de los siglos XI al XIII, en lo esencial pacífícas. Pero en la decimocuarta centuria se produjo un cambio radical de esa tendencia. El antijudaismo, hasta entonces más o menos soterrado, salió a la superficie, alimentado por la crisis del siglo, pero también por la propaganda demagógica de Enrique de Trastámara. El punto culminante de ese proceso fueron los violentos ataques a los judíos de Sevilla, acaecidos en junio de 1391. Esos sucesos anticipaban, en cierto modo, la "solución final" adoptada por los Reyes Católicos un siglo después.
La hostilidad de los cristianos hacia los judíos creció sobremanera a lo largo del siglo XIV, aun cuando sus raíces venían de tiempo atrás. Desde el punto de vista religioso se consideraba a los judíos deicidas, puesto que habían dado muerte a Cristo. Si se les admitía en territorios cristianos era únicamente con la esperanza de que algún día abjuraran de sus creencias. La Iglesia proponía con frecuencia la adopción de medidas antijudías. El concilio de Zamora del año 1312, que reunió a los prelados de la provincia compostelana, pedía una radical separación entre cristianos y hebreos. Estos últimos debían llevar señales distintivas para ser fácilmente reconocidos. Ahora bien, al argumento ideológico se añadía otro de tipo socioeconómico. Algunos judíos destacaban en el mundo de las finanzas, ocupando cargos importantes en la maquinaria hacendística regia o actuando como prestamistas. De esa forma se fue generando entre los sectores populares cristianos un creciente recelo hacia los judíos.
"Allí vienen judios, que estan aparejados
para vever la sangre
de los pobres cuytados..."
Son versos del Rimado de Palacio de Pero López de Ayala. A los judíos se les presentaba bajo los más negros tintes: codiciosos, avaros, sucios, etcétera. No obstante, al aplicar un cliché, que en todo caso podía tener relación con la fracción de la población hebrea dedicada al mundo de las finanzas, se predicaba del conjunto de la comunidad lo que, de hecho, sólo afectaba a una minoría.
Las dificultades del siglo XIV contribuyeron a hacer de los judíos un chivo expiatorio de todos los males. En las Cortes los procuradores del tercer estado pedían una y otra vez moratorias y reducciones en las deudas judiegas. Ciertamente, y a diferencia de lo que sucedió por ejemplo en la Corona de Aragón, no hay noticias que relacionen a los judíos de Castilla con la difusión por ese reino de la peste negra. Pero la protección dada por Pedro I a los hebreos exasperó al pueblo cristiano. Así las cosas, ya hay noticias de ataques a la judería de Sevilla en 1354, a la de Toledo en 1355 y a las de Nájera y Miranda en 1360.
Pero el principal impulso a las corrientes antijudaicas vino de mano de Enrique de Trastámara. El bastardo, con la finalidad de ganar adeptos a su causa, hizo ondear la bandera del antisemitismo en el momento de su entrada en Castilla en la primavera de 1366. Numerosas juderías de la Corona de Castilla, particularmente de la Meseta Norte, sufrieron ataques en el período 1366-1369, durante el desarrollo de la guerra entre Enrique de Trastámara y Pedro I. "Todas las comunidades del reino de Castilla y León se encuentran en gran tribulación", decía, refiriéndose al año 1369, el cronista hebreo Samuel ibn Zarza. Este mismo cronista ponía de manifiesto, en otro texto, la estrecha conexión existente entre el bando de Enrique de Trastámara y el antijudaismo, al referirse a lo sucedido en Valladolid:
"Cuando había transcurrido como medio año tras la llegada de don Pedro, se rebeló contra él la comunidad de Valladolid. Dijeron: ¡Viva el rey don Enrique! Expoliaron a los judíos que residían entre ellos, saquearon sus casas. No quedaron más que sus cuerpos desnudos y sus tierras devastadas. Devastaron ocho sinagogas".
Así las cosas, no tiene nada de extraño que, una vez en el trono el Trastámara, el tercer estado arremetiera violentamente contra los hebreos. Las Cortes convocadas por Enrique II, y en primer lugar las celebradas en Toro en 1371, mostraron una tremenda saña antihebraica. No sólo se pedía su aislamiento sino también su exclusión de cualquier oficio público así como la prohibición de participar en el arrendamiento de las rentas reales. Enrique II, que desde que se deshizo de su hermanastro procuró atemperar la propaganda antijudía, se vio incapaz de poner freno al antisemitismo en marcha.